Los pliegos de su danzante falda, aves exóticas que vuelan salvajes. A cada paso se extingue una flor, y en otra parte una semilla se abre. Su caminar justo y sereno, cruel y frío, víctima de maldiciones y gracias, objetivo de los ojos de mil y una personas. En infinita oscuridad, su manto de noche, contrasta su blancura infinita con su vacía cuenca, su corazón de aire caliente y su sonrisa eterna. Extiende su mano y reparte el sueño, apaga la luz y deja descansar en la eterna promesa. Esta es la dama blanca que siempre ronda en la mente de todos, la luz de toda sombra y la sombra de toda luz. En colores exquisitos, la vi andar por primera vez cuando nací:
El nombre de esa dama, era la muerte.
¿Por qué no me dio la mano ese día? Yo era tan joven y ella intensa, se llevó la vida de la madre que me tenía en brazos y se fue caminando, tranquila. Descansó por unos minutos bajo la sombra de una palmera, sentada, me dirigía una mirada fría y eterna que nunca supe descifrar. Día en el que quede solo, sin más compañía que ella y su ideal. Tal vez le inspiré lastima, pero después de meditarlo, ella tomó un poco de arena y se acercó con calma a la palapa donde me hallaba, ahora sólo. Como si tuviera ceniza entre sus dedos, rayó una cruz en mi frente y mi llanto cesó, remplazado por una infinita calma. El mar se hallaba solo a unos metros, pero yo me sentía flotando, me sentí eterno.
Desde ese día, mi mundo se convirtió en sombra cálida y desierto. Mis pies, incansables viajeros siempre en busca de su madre, cansados y rotos botines que iban cambiado cada lustro, mi cuerpo crecía, nunca se volvía viejo, este se volvió espejo del alma. Mi corazón el sol de la mañana. Mis pasos se hicieron la brisa más lenta de toda la noche, un pequeño arrebato del suspiro silencioso del campo. ¿Cuándo me convertí en su papalote? Volando siempre lejos de ella, nunca llegando a su cercanía, pero nunca capaz de alejarme, estiraba mi mano, mi ilusión y sonrisa más pura. Su reflejo de jade contra la luna llena, tan cerca del mar dónde me conoció alguna vez. Mi compañera… No, llamarla así sería simplemente un capricho grosero al compararme así con ella; yo su sombra. Juntos rondamos por los albores y atardecer de todo México, por cada esquina y rincón. Trabajando juntos, limpiando y purificando el efímero. Encendiendo cada fuego de lágrima y apagando cada suspiro apasionado y terco, cada resistencia por la vida.
Ella, severa como siempre, tomaba la vida y su alma, después la cargaba en su saco hecho de suspiros y palma negra, yo manso recolector, dejaba de los quietos eternos su recuerdo, más favorable y el recuerdo para sus vivos y sobre su corazón clavaba una tierna flor de cempasúchil. Juntos creamos campos eternos de flores, elíseos de naranja atardecer.
¿Alguna vez me vería? ¿Daríase la vuelta mi eterna señora? ¿Reconocería el esfuerzo en el arte de cada una de mis flores? Mi voz callada, la alcanzaría, solo tenía que esperar y seguir esforzándome. Un año, trescientos siglos, el milenio y finalmente la eternidad entera; todo eso tuve que esperar para que mi dama se diera la vuelta.
Por primera vez, desde el momento que nací, se acercó a mí. Mi cuerpo se relajó y no pude evitar las lágrimas y risas al ver de frente su calavérico rostro de madre y amor.
El maquillaje brillante y los colores del exquisito más allá
Me señaló con su dedo, directa atravesó mi mente.
Le dediqué mi mejor sonrisa.
Y en el hueco que alguna vez tuve de corazón.
Clavé una última flor de cempasúchil.